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Lo que dijo Rubalcaba
JUAN MANUEL DE PRADA ABC 5 Septiembre 2009
Inquirido ante los micrófonos de Punto Radio por la esperada
sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña,
el ministro Rubalcaba respondió literalmente: «Lo que España no
puede negar es la decisión democrática de un parlamento elegido por
los catalanes». Luego el ministro ha tratado de enturbiar el sentido
originario de sus palabras según la conocida estrategia del calamar,
que consiste en huir dejando a su paso una nube confundidora. Pero
del análisis meramente semántico de la frase se desprenden dos
certezas:
1) El ministro contrapone dos ámbitos decisorios, España y Cataluña,
reservando para el primero ese carácter represor e impositivo tan
del gusto del victimismo nacionalista;
y 2) El ministro, al decir «España», usa una metonimia de intención
eufemística, para que la enormidad que desliza pase inadvertida,
como en efecto ha ocurrido para la mayoría de los exegetas, que se
han limitado a detectar en sus palabras «una presión política» al
Tribunal. Cuando lo que el Rubalcaba está sugiriendo es algo
infinitamente más grave.
Rubalcaba dice «España» para evitar la designación expresa de
«Tribunal Constitucional»; pero el uso de la palabra «España» no es
gratuito, pues en efecto el Tribunal Constitucional es la instancia
de más alto rango del poder judicial, que como los poderes
legislativo y judicial emana del pueblo y representa la soberanía
nacional; y que, además, tiene como misión controlar a los otros dos
poderes. Y es, precisamente, esta misión inalienable de control lo
que Rubalcaba ataca con su frase, que traducida al román paladino
quiere decir: «¿Cómo es posible que unos jueces se atrevan a
cuestionar lo que ha sido votado en referéndum por la «ciudadanía»
(así llaman los políticos al pueblo convertido en rebaño) y
refrendado por una mayoría parlamentaria?». Este cuestionamiento del
poder judicial, que ya no sería un poder soberano, emanado del
pueblo, sino un poder vicario o subalterno, sometido a los otros
poderes, no es -como bobaliconamente se repite- una «presión
política» sobre los jueces; es una desautorización en toda regla de
nuestro marco constitucional, consecuencia clamorosa de la
degeneración rampante de la democracia. O de su conversión en una
tiranía; en este caso, una tiranía disfrazada de «divinización de la
mayoría», que es la coartada populista que utiliza el poder para
sustraerse al control de sus excesos.
En épocas pretéritas, el poder sorteaba los controles mediante el
mero ejercicio del autoritarismo. En esta fase democrática de la
historia trata de sortearlos apelando a la fuerza presuntamente
inatacable de lo que, con amable cinismo, llama «decisiones
democráticas»; y, para que su intención de sortear los controles
pase inadvertida, la disfraza apelando a las «mayorías», en un
intento de adular a la plebe, a la que subrepticiamente se le
desliza este mensaje falaz: «Nadie puede cuestionar vuestras
decisiones, de las que nosotros somos representantes legítimos».
Pero la verdad es que tales decisiones pueden ser cuestionadas,
pueden ser rectificadas y aún revocadas por los jueces; no sólo
pueden serlo, sino que necesariamente tienen que serlo, puesto que
esa es su misión inalienable. En una primera etapa de corrupción de
la democracia, se trataba de «presionar» a los jueces,
convirtiéndolos en lacayos del poder ejecutivo; pero como siempre
queda algún juez que numantinamente se resiste a la tropelía, se
recurre a una nueva estrategia, sólo concebible en una ambiente
generalizado de «rebelión de las masas», que consiste en adularlas
como a chiquilines caprichosos, haciéndoles creer que lo que se
decida por mayoría nadie puede discutirlo, ni siquiera los jueces.
Esta aberración o enormidad es lo que ha defendido con desparpajo y
avilantez el ministro Rubalcaba, a ver si nos enteramos.
www.juanmanueldeprada.com
Guerra y paz
IGNACIO CAMACHO ABC 5 Septiembre 2009
BATALLAS, tiroteos y muertos, aunque sea en una guerra cuantos menos
mejor, pero si ha de haberlos más vale que las bajas se produzcan en
el bando contrario. Así que ante lo ocurrido en Afganistán
convendría que nuestra clase política aparcase por un momento sus
disputas semánticas sobre el peculiar concepto de misión de
pazzzzzzz que tiene el Gobierno y rindiese homenaje a los militares
españoles que han sabido combatir con eficacia bastante para darle
su merecido a la partida de cabrones que les había preparado una
encerrona sin reparar en el carácter benéfico de la alianza de
civilizaciones. Lo que procede es colgarles cuanto antes a esos
soldados una medalla al valor o al mérito en combate, si es que
todavía existen esos conceptos en las ordenanzas de nuestro
pacifista Ejército, y que la ministra de defensa o el presidente, o
ambos, glosen la acción en tiempo y forma con palabras nobles y
agradecidas, aunque para ello tengan que vacunarse contra la
alergia. Trece muertos a manos propias deben de producir un intenso
shock de repugnancia emocional a nuestros seráficos gobernantes,
pero ya pueden respirar de alivio porque en el toma y daca les haya
tocado palmar a los talibanes porque si llegan a finar los nuestros
en este momento estaría descargando sobre la política española una
peligrosa tormenta de crispación y emotividad acompañada de rayos y
truenos. Así que ya tarda el Gobierno en ir a dar ánimos a las
tropas que al no dejarse matar lo han sacado de un atolladero
imprevisible.
Porque al fondo de esta historia se mueve un océano de disimulos y
contradicciones. La primera, que el poder se ha empeñado en
edulcorar de conceptos retóricos -reconstrucción humanitaria, ayuda
a las elecciones- la evidencia de nuestra participación en la guerra
afgana, por mala conciencia de sumisión a los Estados Unidos o por
dificultad de discernirla de la de Irak, de la que por cierto
salimos pitando tras una escaramuza -en Diwaniya- como la del
jueves. La segunda es que todo lo que tiene que ver con las armas
produce en el zapaterismo una incomodidad turbadora e inmanejable
que le sitúa ante dilemas éticos, ideológicos y de responsabilidad.
La tercera consiste en el pecado de origen de este Gobierno, que fue
la utilización política del conflicto iraquí, y ante episodios como
éste se le aparecen los fantasmas de familia agitados por una
oposición que sufrió aquella manipulación torticera. Y la cuarta la
determina el choque patente entre la doctrina del apaciguamiento y
la poco apaciguadora actitud de los que deberían sentirse
apaciguados. El resultado de todo eso es un brete político en el que
le toca sufrir la zozobra que antes repartió y tragarse ahora los
sapos que sirvió para desayunar al adversario.
Y ello aun a pesar de que aún tiene una ventaja: que las pancartas
del «no a la guerra» yacen en el desván donde la izquierda guarda
sus dobles raseros.
España en la guerra de Afganistán
Opinión ABC 5 Septiembre 2009
A la vista de los últimos acontecimientos en Afganistán, la primera
lección que los gobiernos occidentales -y entre ellos el español-
deben tomarse en serio es la de llamar a las cosas por su nombre y
olvidarse de una vez de circunloquios y eufemismos: en Afganistán
estamos en guerra, es decir, España participa en una guerra con
todas sus letras. Sólo los que son capaces de reconocer abiertamente
los problemas sabrán encontrar las soluciones adecuadas, pero hasta
ahora hemos perdido demasiado tiempo tratando de encubrir la
realidad bajo todo tipo de reticencias. Si seguimos pensando que lo
que hace allí el Ejército es una inocente misión de reconstrucción y
de cooperación civil, no será posible establecer una estrategia
adecuada a una realidad en la que los militares se ven implicados,
de forma cada vez más abierta y comprometida, en combates directos
con los insurgentes talibanes.
Por desgracia, hasta ahora la opinión pública occidental ha estado
anestesiada por la descripción deliberada de un contexto que no se
correspondía con la realidad, y en estos momentos coincide la
desastrosa combinación de la degradación de la situación militar con
la fatiga de las sociedades a las que se dijo que todo lo que había
que hacer en aquel país de Asia Central era supervisar un proceso de
reconstrucción poco más o menos ganado de antemano. En el contexto
de la división sobre la guerra de Irak, los adversarios de la
Administración Bush quisieron ver en Afganistán una alternativa
emblemática en la que se reflejaban sus ambiciones de demostrar que
el entonces presidente norteamericano y quienes le apoyaban estaban
equivocados, pero utilizaron para ello un caso que se ha vuelto en
contra de su estrategia. Ahora es doblemente difícil convencer a los
ciudadanos de que hay que seguir manteniendo el esfuerzo militar en
Afganistán, precisamente cuando es más necesario hacerlo. Muchos se
preguntarán ahora, y con razón, si después de una elección
presidencial plagada de irregularidades es razonable que los
soldados españoles se jueguen la vida para apuntalar un régimen cuya
legitimidad puede ser puesta en duda. Casos como el de las muertes
de civiles en el bombardeo de los camiones-cisterna robados por los
talibanes no contribuyen tampoco a que la población afgana mire con
simpatía a los soldados de la OTAN.
Pese a todo, la alternativa de un abandono precipitado de Afganistán
por parte de las fuerzas aliadas sigue siendo la peor de las
opciones. El anuncio de la ministra de Defensa, Carme Chacón, de que
España puede aumentar el número de sus efectivos es una decisión
acertada, y lo sería aún más si viene acompañada de más medios
técnicos para que puedan cumplir sus funciones con todas las
garantías: más helicópteros, más vehículos blindados y todos los
elementos disponibles para mejorar su capacidad de inteligencia. En
este caso se trata, además, de una decisión eminentemente ejecutiva,
que le corresponde al presidente del Gobierno como responsable de la
política militar. Lo que tiene que explicar en el Congreso no es
cuántos soldados van a Afganistán, sino reconocer de una vez que van
a una guerra.
******************* Sección "bilingüe"
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Mus, txuletón y bombas
EDURNE URIARTE ABC 5 Septiembre 2009
He visto algún gesto de incredulidad, incluso de cachondeo, ante la
prohibición del mus del juez Grande-Marlaska. Y de la comida popular
y del torneo de fútbol-7 de Hernani. Pues menos asombro y cachondeo
porque así se hace enaltecimiento del terrorismo todos los días en
el País Vasco. Mucho más que en los mítines. Y, afortunadamente,
Marlaska lo sabe y no le tiembla la mano para intervenir en el
corazón del sostenimiento social de ETA.
Lo único asombroso y muy poco divertido es lo que se ha tardado en
combatir esa legitimación terrorista en la vida cotidiana. José Mari
Calleja explicó muy bien en qué consistía en aquel su estupendo
libro «Arriba Euskadi» (2001). También fue Calleja quien popularizó
la expresión «Y otra de kokotxas...» para resumir la indiferencia
social ante el terror. Y es que en el País Vasco todo se celebra con
alguna comilona, también el crimen. En Hernani, probablemente, con
chuletón, o txuletón en lenguaje borroka, más popular que las
kokotxas. Antes, el fútbol, luego, el mus, y durante y después, los
vivas habituales a ETA y sus asesinos. Y que siga la fiesta.
Lo que explica el mantenimiento del apoyo a Batasuna, o los
preocupantes datos sobre jóvenes y terrorismo del último informe del
defensor del pueblo vasco, todo eso que los buenistas o,
simplemente, parte de la izquierda, dicen que hay que integrar.
Porque son muchos, porque están por todas partes, porque la simpatía
por ETA es de lo más común, porque no deben de ser tan malvados esos
tipos tan normales que juegan al mus, se zampan el txuletón y
defienden a sus queridos terroristas.
Tan normales y tan corrientes que hemos llegado a 2009 y aún dominan
la calle. A falta de suficientes Marlaskas y de un nuevo Gobierno
vasco como éste que conoce muy bien el mus etarra y se dispone a
acabar con la tradicional fiesta criminal.
Negreira insta al diálogo a Losada en el
debate sobre el topónimo coruñés
PILAR FUSTES | LA CORUÑA ABC 5 Septiembre 2009
La posible cooficialidad de los términos «La Coruña» y «A Coruña»
como topónimos de la ciudad herculina ha vuelto a ser centro de
polémica en los últimos días. El portavoz popular en el gobierno
local, Carlos Negreira, retomó el caballo de batalla e instó al
regidor coruñés, Javier Losada, al diálogo con el fin de solucionar
este tema.
Así, Negreira reiteró el interés por parte de la Xunta y de su
presidente, Alberto Núñez Feijóo, por «revisar» esta cuestión y
«permitir» la cooficialidad del topónimo en gallego y castellano.
Por este motivo, el popular considera que la solución pasa por
«sentarse» con los socialistas y elaborar una «iniciativa conjunta»
para su posterior presentación al Parlamento gallego.
«De esta sencilla forma, los coruñeses recuperan su libertad de
escoger entre La Coruña y A Coruña», sentenció Negreira. A la vista
de las intenciones del concejal del PP, el alcalde coruñés le
reclamó que deje de «cachondearse» de los coruñeses con sus
manifestaciones sobre el nombre de la urbe y, evitando hacer más
declaraciones sobre el tema, pidió «respeto» hacia los ciudadanos.
En este sentido, Negreira acusó al equipo liderado por Losada de
estar sometido a la «imposición lingüística del BNG» y recordó que,
ya en 2008, el PP publicó una carta en la que razonaba que «el 20
por ciento de los votos» de los nacionalistas no pueden «imponer su
criterio al 80 por ciento» restante del PSOE y del PP.
«Voto extremista»
Lejos de mantenerse al margen en la disputa, el portavoz nacional
del BNG, Guillerme Vázquez, entraba en la disputa con los populares
afirmando que la propuesta de cooficialidad del topónimo es una
artimaña para captar «votos de los más extremistas»; algo en lo que
era «experto» el ex regidor socialista Francisco Vázquez, ahora,
embajador en el Vaticano, puntualizó el líder nacionalista.
Cuestionado sobre la iniciativa de acuerdo en el nombre oficial de
La Coruña, Guillerme Vázquez aseveró que «los coruñeses tienen otras
preocupaciones más importantes» que incluir la «L» de coche «en
prácticas» en el topónimo de su ciudad. En la misma línea, declaró
que «los turistas llegan perfectamente a A Coruña, igual que llegan
a London, y no se pierden». Y calificó de «patético» que políticos
locales lleguen al Congreso y transformen el topónimo, cuando otros
foráneos de Galicia «son capaces» de decirlo en su forma oficial.
A pesar de dichas estimaciones, Negreira afirmó que el tema es «una
cuestión que está en la cartera del PP» ya que, en palabras del
popular, «nuestro compromiso es crear espacios de libertad».
El debate regresó a la palestra cuando, a principios de semana, la
Xunta de Galicia confirmó al Grupo Parlamentario del PSdeG que «no
prevé modificar» el uso de los topónimos en gallego, en una
respuesta formalizada a finales del mes de julio a una pregunta
formulada por la diputada socialista, Mar Barcón.
Tras esta constatación, Barcón acusó a Negreira de «mentir» en
relación al cambio de la nomenclatura de la urbe herculina con la
llegada del PP al Ejecutivo autonómico. Por su parte, el líder del
PP en la ciudad herculina atribuyó esta acusación al «nerviosismo»
de la diputada socialista por la celebración de los próximos
congresos provinciales del PSdeG y le recomendó que «debería
templarse».
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